
Siempre tuvo alma de aventurero, pues desde niño escuchó historias sobre lugares remotos, y a loas 20 años, en 1970, se fue a vivir a Argentina, gracias a un empleo como profesor en el St. George’s College.
En 1976, pese a la violencia en el país, quiso conocer el resto de Sudamérica y viajó a Punta del Este en Uruguay. Un día que caminaba por la playa, “me topé con una escena aterradora de pingüinos muertos cubiertos de alquitrán.”.
Fue cuando vio a uno que se movía. “Entre miles de pingüinos muertos, ese estaba vivo”.
Se lo llevó con la intención de liberarlo en una playa limpia… pero fue imposible.
“Lo dejé junto al agua, esperando que se fuera nadando rápidamente, pero no lo hizo. Se quedó ahí mirándome.
Mientras miraba al horizonte pensando que ese era el fin de la historia, “el pingüino salió chapoteando del agua, se paró a mi lado y me miró como diciendo: ¿por qué me estás metiendo de nuevo en ese océano cuando acabamos de conocernos y nos hicimos amigos?”.
No tuvo más remedio que llevárselo a Argentina. Le puso Juan Salvador porque en ese entonces leía a Juan Salvador Gaviota.
Cuando llegó a la frontera, Juan Salvador emitió un fuerte graznido”.
“Me llevaron a un cuartico y me dijeron que era ilegal importar ganado exótico. Les dije que no era ganado sino un ave salvaje, y que no era exótico, que era argentino, sólo que era un ave migratoria que nadaba sin importar las fronteras”.

La historia de Tom Michell y su pingüino quedó plasmada en un libro.
El agente de aduanas no estaba muy dispuesto a escuchar “los detalles del habeas corpus para pingüinos”, pero finalmente los dejó pasar.
Finalmente, ambos se fueron a la escuela de Buenos Aires, en el que se quedaría a vivir.
Compró un kilo de espadines y se los puso enfrente, pero no les prestó ninguna atención.
“Le abrí el pico y le metí uno, pero inmediatamente lo lanzó volando por el baño. Lo intenté dos o tres veces más hasta que por fin se tragó uno, y de repente se dio cuenta de que lo estaba alimentando, y se engulló casi todo lo que le había traído”.
Cuando los pupilos regresaron a la escuela, también se enamoraron de Juan Salvador.
El lugar en el que vivían había una terraza, donde el pingüino pasaba gran parte de su tiempo, y desde la ventana de su habitación, Tom podía oír lo que ocurría afuera.
“Descubrí que la gente solía hablar con Juan Salvador y descargaban lo que tenían en la mente. Escuché muchas conversaciones de chicos y adultos con él sobre lo que les afligía, tanto en inglés como en español”.
Y el pingüino hizo algo más que ser un confidente, amigo de niños, a algunos de los cuales les ayudó a tomar confianza en sí mismos.
Se quedó a vivir entre mimos y cariño en el internado hasta que un día, alrededor de un año después, murió.
“Se me rompió el corazón. Incluso ahora, 50 años después, me sigue doliendo”.
Lo que Tom no podía imaginar era el efecto que Juan Salvador tendría en el resto de su vida. Le contói la historia a una chica en su primera cita, y ella se convirtió en su esposa. Se la contó a sus hijos y a sus nietos antes de dormir.
Luego lo animaron a que escribiera sus relatos sobre Juan Salvador, y los niños a los que se los daba le pedían más y más.
Amigos y parientes le dijeron que la publicara, lo cual hizo en la plataforma de libros electrónicos Kindle.
Y un día, “me quedé atónito al recibir un correo electrónico de la editorial Penguin, diciendo que quería publicar la historia”.
The Penguin Lessons (en español “Lo que aprendí de mi pingüino”), fue publicado en 2016.
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