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Mejor pasar hambre en tu país, que en uno ajeno (II)

  • Algunos migrantes llevan años esperando un milagro en Tapachula, Chiapas, ya sin esperanza de cumplir sus sueños 

Por Paulina Villegas

Fotografías por Marian Carrasquero

Keyla Mendoza trabaja en lo que puede, para mantener a sus dos hijos.

Para algunos, especialmente los que ya llevan años viajando, la espera es insoportable.

Keila Mendoza, de 34 años, huyó de Venezuela hace ocho años, rumbo a Colombia y con la esperanza de llegar finalmente a Estados Unidos. En el camino, conoció a su pareja y dio a luz a sus hijos, que ahora tienen 7 y 3 años.

Llegaron a Tapachula hace seis meses y empezó su pesadilla. Un grupo de delincuentes secuestraron a Mendoza durante siete días, dijo, exigiendo rescate y robando el poco dinero que la familia había reunido. Poco después, su pareja los abandonó.

Ahora, Mendoza hace trabajos domésticos en una tienda de comestibles local, para intentar cubrir la comida y el alquiler, aunque a menudo no hay suficiente para ninguno de los dos. “A veces no tengo ni para darle de comer a mis hijos”, dice.

Los únicos documentos que tiene son los documentos de identidad de sus hijos, que prueban su nacionalidad colombiana. A pesar de estar desesperada, la idea de regresar al país del que escapó hace años la llena de temor.

“Quiero irme a mi casa, pero yo allá no tengo nada, ni nadie que me espere”, dijo. “¿Cómo empiezas una vida otra vez desde cero?”.

Incluso esos documentos son más de lo que tienen muchos migrantes. Entre las personas abandonadas en Tapachula hay mujeres que han criado a sus hijos durante el largo viaje desde Venezuela. Algunas dieron a luz en lugares como Perú y Colombia, trayendo al mundo niños que ahora tienen nacionalidades diferentes, pero no documentos oficiales que demuestren quiénes son. Sin siquiera certificados de nacimiento o pasaportes, su futuro incierto pende aún más de un hilo.

“Estoy desesperada por irme, pero no puedo, no sé qué hacer”, dijo Marval, que tiene tres hijos: Alan, de 7 años, nacido en Venezuela; Ailan, de 4, nacido en Colombia; y Siena, de 1, nacida en Perú.

Abatida por la desesperanza, dijo que, en ocasiones, había contemplado quitarse la vida. Pero la idea de infligir un dolor más profundo a sus hijos le ha impedido hacerlo, afirmó.

Muchas de las madres sienten que las únicas opciones que les quedan son imposibles. Marielis Luque, que salió de Venezuela hace ocho meses con sus dos hijas, recorrió siete países antes de que su marcha se detuviera en México.

Fue secuestrada en Tapachula y obligada a pagar 100 dólares por su libertad, dijo, una suma casi inalcanzable para muchos en la ciudad.

El río Suchiate, antaño un bullicioso punto de paso para los emigrantes que entraban en México, está ahora tranquilo.

“Me arrepiento de haber venido y que mis hijas tuvieran que vivir todo esto”, dijo con lágrimas en los ojos. “Pero quedarme en Venezuela, donde no hay nada, también me hubiera hecho una mala madre”.

Cada vez más, los que pueden regresar al sur optan por hacerlo.

Cerca del centro de la ciudad, un grupo de unos 30 venezolanos esperaba tranquilamente un autobús con destino a Guatemala, la primera etapa de su largo viaje de regreso a casa. Algunos se habían autodeportado de Estados Unidos, otros nunca llegaron a esa frontera. Pero tenían dos cosas en común: el deseo de regresar y apenas el dinero suficiente para hacer posible el viaje.

“Es mejor pasar hambre en tu país que en país ajeno”, dijo Deisy Morales, de 33 años, apenas antes de subir al autobús. “¡Me voy para casa!”

Mariana Morales y Marian Carrasquero colaboraron con reportería.

PUBLICADO:

https://www.nytimes.com/es/2025/05/04/espanol/america-latina/migrantes-atrapados-mexico-venezuela.html

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